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Por Cristián León G.
Académico área teoría e historia de la Arquitectura, Universidad Tecnológica Metropolitana

Foto de portada extraida de Wikipedia

Prontos a celebrar los tres días del patrimonio, es bueno reflexionar sobre las relaciones que existen entre iconoclasia y patrimonio en el espacio público.

Como afirma J.M. Durán, la destrucción voluntaria y sistemática –es decir, no simplemente casual– de la obra de arte, el monumento o los bienes inmuebles, se encuentra en evidente contradicción con la idea de que existe un patrimonio o herencia cultural que se ha de conservar. La pregunta irresistible es si en tiempos de anorexia cultural: ¿son las circunstancias sociales, políticas o ideológicas del momento las que determinan lo que debe ser digno de ser conservado?, ¿son ellos los nuevos curadores del espacio público y que definen y entienden qué es o no patrimonio cultural?

Al parecer los episodios iconoclastas se suceden de un modo exponencial en la sociedad mundial. Muchos episodios sacudieron a la opinión pública por todo el mundo, con atentados y destrucción de monumentos que exaltaban a diversos personajes de la historia, que habían sido forjadores de las naciones, líderes espirituales o también edificios de fuerte carácter simbólico. Estados Unidos y Chile fueron los últimos en recibir los embates de la furia iconoclasta refundacional. Entonces, ¿cuáles serían las implicancias teóricas y estéticas de la relación entre iconoclasia y conflicto?

La primera implicancia es que los impulsos deliberados y no espontáneos de destrucción de los símbolos que dan identidad y cohesión social a una nación, son para certificar el fin del antiguo orden y atestiguar, por otro lado, el ascenso del orden nuevo que se quiere instaurar. La imposición totalitaria refundacional se ancla en el convencimiento fanático, y también psicopatológico, de radicalizaciones egocentradas que coaccionan y amedrentan a la población, conjuntamente que validan moralmente sus posturas extremas mediante la estrategia de la victimización.

La segunda implicancia se deriva del deseo de castigar a una imagen o un edificio como si fuera un ser viviente. Al mutilar, rayar o derribar una estatua, o al quemar o vandalizar un edificio patrimonial simbólico –una iglesia como símbolo del poder religioso o una universidad como símbolo del poder burgués–, se le está haciendo un ajuste de cuentas por lo que sus instituciones hicieron o debieron hacer. Aquí se incluye todo tipo de reivindicaciones poscoloniales e históricas, una reescritura de una narrativa por parte de los vencidos.

La tercera implicancia entre iconoclasia y conflicto tiene que ver con la persistencia de la destrucción de imágenes y símbolos a través de toda la historia de la humanidad y cómo esta también se ancla en la historia de la modernidad, demostrándonos que estas actitudes tienen la piel muy dura, que prácticamente nacieron con el ser humano y van a morir con él. Reconocer esa tensión constante entre civilización y barbarie, tan difícil de erradicar, nos debiese alertar a anticipar acciones y no precipitarlas.

Una cuarta implicancia, y a nuestro parecer extremadamente grave, tiene que ver con las formas en que la estética contemporánea ha adoptado una visión positiva de los actos de destrucción como una faceta más de la creatividad artística. El mundo del arte y de la crítica ha permanecido en un cómplice silencio o una adiaforia frente a la destrucción e ira iconoclasta que ha sacudido a nuestro país en los dos últimos años, ya sea naturalizando el estado de cosas, ya sea justificando como legítimas los modos de reivindicación de los denominados excluidos, o analizando desde la fría y aséptica mirada teórica los impulsos destructivos y disolventes de quienes perpetran estos hechos. Junto a ellos se alimenta y crece un autoritarismo de corte totalitario que apela a la pureza y, por otro lado, los amantes del arte se convierten en destructores del arte o al menos en sus cómplices pasivos: “amamos el arte y lo odiamos a la vez; lo apreciamos y nos infunde temor, somos conscientes de sus poderes”, afirma David Freedberg.

La última implicancia es la relación concomitante entre censura e iconoclasia, libertad e integrismo, política y estética, ignorancia y soberbia, odio y miedo, reivindicación y memoria. Estas complejas conexiones nos permiten ver el problema más allá de un fenómeno de un severo trastorno de la personalidad o de un mero comportamiento de masas irreflexivas, de quienes se ven implicados en esas manifestaciones. Es fundamental un entendimiento más profundo sobre las causas que generan dicha hostilidad y de la apatía de muchos de sus observadores.

Por ello, la desmesura del comportamiento que lleva a realizar ataques tan feroces y hostiles contra los monumentos debe ser objeto de la más profunda atención por parte de los observadores y analistas de la sociedad y de la cultura, pues evocar razones simples a problemas complejos puede ser un error caro a los bienes que atesora una nación. Lo advertimos, porque la historia es rica en ejemplos lamentables de cómo un periodo de censura precedió a una furia iconoclasta que luego se desbordó hacia ajusticiamientos de personas vivas que representaban lo mismo que se le imputaba a las imágenes y edificios.

 

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